31/01/2006

Diálogo de la Iglesia con el mundo indigena:

Eleazar López Hernández[1]


Centro Nacional de Ayuda a Misiones Indígenas, Cenami, México.


 


Introducción


 


Traigo a la mesa de este encuentro internacional de misionólogos católicos no mi reflexión personal, como estudioso de la materia, sino el testimonio vivo de hermanas y hermanos indígenas que durante los últimos 20 años estamos abriendo y consolidando espacios de diálogo dentro de la Iglesia en orden a sanar heridas del pasado, a enfrentar con éxito los desafíos del presente y a hacer posible un futuro mejor para todos.


 


Talvez para algunos miembros de la Iglesia la discusión sobre el diálogo con el mundo indígena sea sólo un debate puramente intelectual y académico. Pero para nosotros y para nuestras comunidades originarias de estas tierras, resulta de vital importancia en cuanto a la reconstitución de nuestro rostro y corazón de personas y de pueblos, a fin de llegar a ocupar en la sociedad y en la Iglesia el lugar que nos corresponde según el designio de Dios.


 


Lo que diré sobre el diálogo misionero no es ciertamente algo novedoso y llamativo, pues reiteraré lo que en otras instancias y foros hemos expresado de muchas maneras laicos, religiosas y sacerdotes indígenas, servidores de la Iglesia, como manifestación de nuestra alma acongojada por los desafíos actuales.


 


Importancia del diálogo en la Misión


 


El diálogo interreligioso, afirma el Santo Padre Juan Pablo II en Redemptoris Missio, forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia[2]. Más aún es una de las expresiones de la misión en cuanto método y medio para un conocimiento y enriquecimiento recíproco. El diálogo es necesario porque la gran mayoría de la humanidad no pertenece al cristianismo, sino a otras religiones, que también poseen riquezas espirituales, en las que ciertamente Dios se hace presente, a pesar de las lagunas, insuficiencias y errores, que dichas religiones puedan contener.


 


El diálogo, sostiene el Papa, es exigido por el profundo respeto hacia todo lo que en el hombre ha obrado el Espíritu, que “sopla donde quiere” (Jn 3, 8). Con el diálogo la Iglesia trata de descubrir las “semillas de la Palabra” el “destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres“, semillas y destellos que se encuentran en las personas y en las tradiciones religiosas de la humanidad. Las otras religiones constituyen un desafío positivo para la Iglesia de hoy; porque la estimulan tanto a descubrir y a conocer los signos de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu, como a profundizar la propia identidad y a testimoniar la integridad de la Revelación, de la que ella es depositaria para el bien de todos.


 


El Papa explica que el diálogo puede asumir múltiples formas y expresiones, desde los intercambios entre expertos de las tradiciones religiosas o representantes oficiales de las mismas, hasta la colaboración para el desarrollo integral y la salvaguarda de los valores religiosos; desde la comunicación de las respectivas experiencias espirituales hasta el llamado “diálogo de vida“, por el cual los creyentes de las diversas religiones atestiguan unos a otros en la existencia cotidiana los propios valores humanos y espirituales, y se ayudan a vivirlos para edificar una sociedad más justa y fraterna.


 


Todos los fieles y las comunidades cristianas de la Iglesia están llamados a practicar el diálogo aunque el camino sea difícil y a menudo incomprensible, pues es la única manera de acercarnos a Cristo, de construir el Reino y de encontrarnos con la humanidad.


 


Palabras y hechos del diálogo en la Iglesia


 


Los ideales de diálogo están maravillosamente expresados en múltiples documentos del Magisterio de la Iglesia, pero la práctica evangelizadora ha estado muy lejos de corresponder a dichos ideales. Los pueblos indígenas de América tenemos muchos ejemplos en que basar nuestro dolor y coraje por la incongruencia eclesial entre fe y vida, entre palabras y obras. En tanto se trata de defender los derechos colectivos de los pueblos ante los gobernantes y las clases poderosas el consenso eclesiástico es unánime para exigir transformaciones profundamente innovadores y audaces de la sociedad que den cabida digna en ella a los pueblos indios, con sus formas diferentes de vida, con sus valores culturales, con sus anhelos de futuro. Pero cuando se trata de incorporar en la Iglesia la espiritualidad indígena, las iglesias particulares autóctonas y la llamada “Teología india” aflora inmediatamente en los grupos más conservadores la intolerancia y la condenación.


 


Es lo que ha sucedido históricamente en la relación centenaria de la Iglesia con los pueblos indígenas de este continente y que en los últimos 20 años se ha reactivado en ocasión de la nueva presencia indígena en la sociedad y en la Iglesia. De eso quisiera hablar en esta ágora cristiana.


 


Problema de fondo en el diálogo


 


Los pueblos indígenas de América, por ser profundamente religiosos, desde la primera evangelización nos abrimos de corazón a la fe cristiana, al mismo tiempo que intentamos mantener fidelidad a las raíces espirituales anteriores al contacto con el Cristianismo. Esta manera de entender y vivir el evangelio, con una doble pertenencia y fidelidad, ha sido causa de muchos problemas a la hora de relacionarnos con miembros no indígenas de la Iglesia. Por más que lo explicamos hay quienes no entienden o no quieren entender las razones de nuestro peculiar modo de proceder.


 


Es un  hecho que en el pasado la primera evangelización negó la posibilidad de que los vencidos conserváramos el alma indígena dentro de la Iglesia. Teníamos que renunciar por completo a las antiguas creencias para hacernos cristianos. Por eso no hubo dialogo interreligioso.


 


El desafío actual en la Iglesia es mostrar que con la nueva evangelización es posible superar la intolerancia primera. Este es el sentido de la lucha que, dentro de la Iglesia, estamos dando quienes siendo de extracción indígena nos hemos hecho cristianos y servimos pastoralmente a nuestros hermanos. Sabemos que el problema es complejo, pero somos optimistas en urgir y esperar de la Iglesia transformaciones audaces, profundamente innovadoras de su ser y de su actuar misionero y pastoral.


 


El diálogo en la primera evangelización de América


 


Ciertamente a la llegada de los europeos a este continente las posibilidades de encuentro de la Iglesia con los pueblos indígenas eran propicias. Nuestros pueblos habían elaborado esquemas culturales y religiosos que permitían la interrelación en todos los aspectos, incluido el religioso, entre pueblos diferentes. Había aquí la conciencia de que existían muchas modalidades de entender la vida y de entender a Dios, que podían sumarse en conjuntos polisintéticos. El Dios cristiano podía sentarse, sin ningún problema en el petate o estera de nuestros pueblos. Para ellos El era perfectamente compatible. Así lo plantearon nuestros teólogos a los misioneros en el famoso “Diálogo de los Doce” (1525). Sin embargo de parte de los europeos no había la misma actitud dialogante. El haber ganado la guerra les daba la certeza de que su Dios era el único Dios verdadero. Y en consecuencia el Dios indígena debía ser aniquilado. Eso fue lo que plantearon al término del supuesto Diálogo de los Doce.


 


Sin embargo nuestr@s abuel@s no comprendieron el razonamiento de la intolerancia y jamás lo tomaron en serio. Simplemente ajustaron en adelante su vida espiritual y su elaboración teológica a los márgenes de acción que les permitió la sociedad colonial y su situación de vencidos. Y siguieron adelante con la vida haciendo elaboraciones y reelaboraciones de sus esquemas de comprensión de Dios y de la vida. Es lo que dio por resultado lo que ahora llamamos Teología india, en sus múltiples manifestaciones, que intentaré mostrar a continuación.


 


a) Lucha de dioses


 


Frente a la intolerancia misionera, que negó el carácter divino a lo que nuestr@s abuel@s llamaban Dios o Dioses, hubo de parte indígena algunas reacciones igualmente intolerantes. Si los advenedizos afirmaban que el Dios indígena no era Dios, sino Satanás que nos había engañado presentándose en forma divina; los nuestros, con la misma tozudez, replicaron que, en vista de las obras de los españoles, en realidad su dios era el Oro, al que rendían pleitesía absoluta y por el que habían dejado todo y pasaban penalidales para buscarlo en nuestras tierras. Ese Dios Oro los había enloquecido haciéndoles capaces de los peores crímenes con tal de obtenerlo. Por lo que los líderes indios empezaron a recomendar a la gente que entregaran a los españoles todo el oro que hubiera, a ver si con eso se aplacaban.


 


Para defender sus creencias ancestrales hubo muchos levantamientos indígenas en toda la época colonial, que se aglutinaron en torno a esquemas autóctonos, o incluso con símbolos cristianos indigenizados, como la Virgen María, para convocar a un retorno a la religión propia a fin de rescatar la libertad perdida y restaurar el orden roto por los conquistadores.


 


Estos movimientos motivados por la desesperanza se situaban en la perspectiva de una lucha a muerte entre los dioses: o salía vencedor el Dios cristiano con la muerte del Dios indígena o salía triunfante el Dios indígena con la muerte del Dios cristiano. Y claro el saldo final fue terriblemente desventajoso para nuestros pueblos. Tales rebeliones dieron pié a represiones violentas de parte de la institución, que acabaron prácticamente con toda la elite pensante y dirigente de las comunidades. “Si ustedes han matado a nuestro Dios, que también nosotros muramos” fue la conclusión, de parte indígena, en el “Diálogo de los Doce”. Y eso casi se cumplió al pié de la letra.


 


Pero también para la Iglesia las consecuencias fueron desastrosas, ya que ella perdió entonces la posibilidad de inculturarse en el medio indígena. Las grandes utopías eclesiásticas de “Iglesias Indianas”, con clero nativo y estructuras indígenas propias, que lanzaron misioneros visionarios, no sólo fueron abandonadas, sino que se cerraron las puertas para implementarlas en el futuro. Los primeros concilios mexicano y limense prohibieron la ordenación de indios, negros y mestizos hasta la cuarta generación. Básicamente porque se dudaba de la autenticidad de la adhesión indígena a la fe cristiana.


 


Con todo, la intolerancia, en su expresión más burda, fue abandonada por ambos bandos y se buscaron formas abiertas o clandestinas de convivencia pacífica de las dos realidades religiosas que, en adelante, conformaron el alma de este continente. Algunos ministros de la Iglesia y, sobre todo, muchos miembros de los pueblos iniciaron silenciosamente procesos variados de relación, integración, apropiación, síncresis o síntesis de todos los componentes de la fuerza espiritual de nuestros pueblos, hayan venido de donde hayan venido. Lo cual dio como resultado una amplia gama de prácticas religiosas y de teologías que las acompañan. Es el rico fenómeno tanto de la Teología India como de la Religiosidad Popular o Religión del pueblo, que tuvieron origen en este período.


 


Recientemente, en el contexto actual del resurgimiento del mundo indígena, vuelve a aparecer en el escenario actitudes intolerantes tanto al interior de la Iglesia como en sectores indígenas críticos de la Iglesia. Ellos plantean que no se puede ser auténticamente indígena y a la vez cristiano. Según ellos son realidades intrínsecamente opuestas. Por tanto hay que optar y ser consecuentes con la opción que se tome.


 


Quien decide optar por ser cristiano debe abandonar su fe indígena o purificarla de tal manera que sólo asuma aquello que es plenamente compatible con el Cristianismo, de modo que prevalezca al final la verdad revelada de la que la Iglesia es fiel guardiana. En la contraparte indígena se afirma que quien decide ser auténticamente indígena debe liberarse de las iglesias y retornar a las formas originarias de la religión de nuestros pueblos. Lo que implicaría reivindicar ante la sociedad y ante las iglesias el derecho de ejercer libremente las religiones indígenas como antes de la conquista.


 


De modo que el tema sigue siendo causa de muchas discusiones al interior de las comunidades indígenas y en la Iglesia. Y la apelación a la no compatibilidad de la fe cristiana con la fe indígena ha desgajado hoy a la teología india en dos grandes vertientes: la Teología India-India, es decir, la que se hace sin intervención del elemento cristiano, – algunos la llaman Teologías Originarias o puramente indígenas – y la Teología India-Cristiana, que se hace en el contexto de diálogo entre lo indígena y lo cristiano. A veces los representantes de estas dos vertientes tenemos dificultad en sentarnos a la misma mesa; pues los radicales nos tildan a los cristianos como traidores a nuestras raíces o como colaboracionistas con el enemigo.


 


A pesar de ello, retomando la experiencia de los evangelizadores visionarios de la primera evangelización, sectores importantes del pueblo indígena nos hemos puesto a rescatar o innovar esquemas teológicos que permitan la coexistencia pacífica de ambas formas religiosas y teológicas y, en lo posible, pongan bases para la elaboración de síntesis teológicas que enriquezcan a todos. Es lo que está haciendo brotar la gama pluriforme de teologías indias o indígenas de nuestros días en el interior de las iglesias.


 


b) Yuxtaposición religiosa


 


En consonancia con la experiencia histórica en la que nuestros pueblos habían ido avanzando por acumulación de conquistas materiales y espirituales, mediante métodos de suma y no de resta, la mayoría de ellos entendieron, desde la primera evangelización, que su inclusión en la Cristiandad no implica la renuncia a todas sus creencias religiosas; por eso las mantuvieron juntamente con lo cristiano.


 


Para los indígenas este proceder no implicaba ningún problema. Parece que al principio tampoco los conquistadores y misioneros se percataron de las implicaciones teológicas de su actuar misionero, que propició la yuxtaposición religiosa. Al ver a los indios tan respetuosos en los actos de culto cristiano y escuchar que a todo decían que sí, creyeron que esta aceptación de la fe cristiana conllevaba el abandono de las creencias antiguas. Por eso junto a los templos indígenas construyeron templos cristianos. Y aceptaron que junto a la práctica oficial del culto la gente siguiera haciendo manifestaciones religiosas propias.


 


Pero lo que nuestra gente estaba llevando a cabo era abrir espacios para la suma de las dos corrientes de espiritualidad que en ese momento componían su vida. Convertidos al cristianismo ellos sentían el deber de cumplir con la nueva fe traída del exterior, pero igualmente sentían la necesidad de mantenerse fieles a las creencias antiguas. No fueron convencidos de tener que abandonarlas, porque jamás aceptaron la argumentación misionera de que no era a Dios sino al Diablo a quien veneraban nuestros antepasados. Para ellos era el mismo Dios sólo que en formas y modalidades diferentes. Y la mejor manera de expresar esta convicción era el método de la yuxtaposición o acumulación de símbolos religiosos.


 


Hasta nuestros días este ha sido uno de los métodos más utilizados por el pueblo en la vivencia de su fe. Porque mantiene tanto las formas religiosas estrictamente cristianas como las formas que vienen de la época prehispánica: Ellos van a la Iglesia y rezan a Cristo y a los santos; pero con la misma devoción van a los cerros, cuevas, manantiales o sitios sagrados propios para implorar el auxilio del Dueño de la vida que está en cada uno de esos lugares. En la práctica los pueblos indígenas de hoy vivimos no sólo una doble economía, sino una doble cultura y una doble religión o religiosidad. Somos bilingües religiosos.


 


Cuando las condiciones son favorables porque no existe oposición expresa de los dirigentes de la Iglesia, esta birreligiosidad se expresa abiertamente. Y, donde el control eclesiástico es excesivo, su expresión pública es la religiosidad oficial aprobada, pero su expresión privada es la indígena propia.


 


La intolerancia eclesiástica frente a esta yuxtaposición de creencias surge de quienes la consideran infidelidad o apostasía a la fe cristiana. Pero a la población indígena no le convence esa argumentación. Por eso no deja de practicar el procedimiento de la birreligiosidad. Y cuando no puede hacerlo abiertamente acude al mecanismo de la clandestinización de su vivencia indígena, lejos de las miradas inquisitoriales de los representantes de la Iglesia.


 


Sin embargo, hoy que las circunstancias históricas han cambiado y los pueblos indígenas convertidos al cristianismo cada vez estamos más decididos a mostrar públicamente la vivencia propia de fe es necesario replantearse en la Iglesia el debate sobre la legitimidad de este fenómeno de la birreligiosidad. ¿Se puede ser, a nivel religioso, perfectamente cristiano sin dejar de ser indio? El pueblo sencillo, desde hace mucho tiempo, ya ha respondido que sí; y el Magisterio de la Iglesia, en voz del Papa Juan Pablo II también lo ha afirmado recientemente en la canonización y beatificación de indígenas como Juan Diego; pero la inercia de la práctica misionera anterior sigue marcada por la falta de diálogo.


 


Mientras tanto quienes por origen somos indígenas y por ministerio somos agentes de pastoral quedamos atrapados en medio de esta contradicción y tenemos un conflicto no resuelto totalmente en nuestro corazón. Por un lado, en lo más profundo, nos sentimos jalados por la fidelidad a nuestras raíces ancestrales, con las que nos identificamos visceralmente, y, por otro lado, la responsabilidad pastoral recibida de la Iglesia nos hace recelar de todas las expresiones religiosas de nuestro pueblo, porque nos han introyectado una cierta aversión o repugnancia hacia estas formas consideradas impuras o imperfectas. Vivimos, por tanto, una especie de esquizofrenia por un doble amor que no acabamos de reconciliar en nuestro interior.


 


A medida que va habiendo nuevos planteamientos de apertura en la Iglesia nos vamos convenciendo de que es posible esta reconciliación, mediante procesos nuevos de terapia espiritual y de diálogo interreligioso. Por eso en Santo Domingo dijimos, en voz de José Manuel Cachimuel, indígena otavaleño de Ecuador, que lo único que pedíamos a nuestros obispos es que nos reconozcan el derecho de ser cristianos sin dejar de ser indígenas. Diez años después de Santo Domingo, el Papa retomó este desafío afirmando en la canonización de Juan Diego y beatificación de los mártires de Cajonos: “se puede llegar a Dios sin renunciar a la propia cultura[3].


 


Esta afirmación del Papa y los planteamientos del Episcopado latinoamericano, que se encuentran en el documento final de Santo Domingo, dan posibilidades en la línea de la inculturación del Evangelio y de “profundizar el diálogo con las religiones no cristianas presentes en el continente particularmente las indígenas y afroamericanas, durante mucho tiempo ignoradas y marginadas” [4]. Evidentemente en el caso de quienes somos puente entre el mundo indígena y la Iglesia, el diálogo se tiene que dar en el interior de nosotros mismos. Lo cual no es sencillo. Pero hay que lanzarnos a hacerlo. Los principios están señalados aunque falta un largo camino por recorrer, como Iglesia, en este sentido.


 


c) Sobreposición religiosa


 


Otra modalidad en la relación entre las dos corrientes de espiritualidad, que bullen en nosotros, ha sido el camino de la sobreposición. Los mismos misioneros de antaño la promovieron mucho: más que arrasar y derribar los templos y las manifestaciones indígenas religiosas, lo que hicieron fue bautizarlos poniendo encima o en primer lugar alguna expresión marcadamente cristiana (un nuevo templo, una cruz o algún santo). De modo que lo que ahí se realizara en adelante ya no estuviera dirigido a la divinidad indígena, sino al Dios cristiano.


 


Los pueblos indígenas muy pronto aprendieron la lección y asumieron esta metodología con bastante beneplácito. Ya que les facilitó conservar sus antiguos santuarios y símbolos religiosos cubriéndolos de cristianismo. Bastaba con poner encima algo cristiano para que dejaran de ser considerados paganos. Por eso en la construcción de los templos cristianos participaron activamente nuestros abuelos para plasmar en ellos su pensamiento religioso o para enterrar en sus altares y muros las imágenes de su religión indígena. De modo que al ir a los templos cristianos también se encontraban con expresiones de su religión anterior. Aprendieron que si primero dejaban que el representante de la Iglesia hiciera el acto oficial reconocido, ellos podían después tranquilamente hacer también lo suyo. Así surgió la nueva forma religiosa indígena protegida bajo la cubierta cristiana.


 


El procedimiento implicó un inteligente enmascaramiento o encubrimiento de lo propio con adiciones sobrepuestas venidas del cristianismo. Este enmascaramiento provino tanto del lado eclesiástico, al querer una cristianización rápida de los indígenas, como del lado indígena para mantener lo propio en el contexto colonial.


 


Dicho modo de actuar puede significar para los observadores ajenos al fenómeno actitudes de hipocresía, dolo o falsedad indígena en la conversión. Pero no es así. Se trata de un procedimiento inteligente para conservar el modo indígena de creer en Dios, que nuestros antepasados consideraban compatible con la fe cristiana y que ellos debían mantener pues no fueron convencidos de abandonarlo por las nuevas creencias que llegaron.


 


El asunto suscita hoy muchas interrogantes, que habría que debatir con ánimo renovado. ¿Es sano actuar permanentemente de esa manera: clandestinando, encubriendo y enmascarando nuestra intimidad religiosa? ¿Puede aceptarse como legítima expresión de fe cristiana actos y conductas que en la superficie siguen la lógica reconocida como cristiana, pero en lo profundo siguen la lógica indígena?


 


d) La metodología de sustitución


 


La yuxtaposición de símbolos cristianos encima de expresiones de la religión o religiosidad indígena poco a poco fue llevando a la sustitución de unos símbolos por otros. Ante la convicción de que no hay oposición intrínseca entre la fe cristiana y las creencias indígenas, lo mismo daba que el símbolo fuera tomado del lado indígena o del lado cristiano. Y como lo indígena era cuestionado por los misioneros, lo mejor era adoptar el símbolo español. Y así lo hicieron. Los santos y sobre todo la Virgen María fueron los símbolos más socorridos. Ellos y ella empezaron a ocupar el lugar que tenían antes las manifestaciones indígenas de Dios ligado a la tierra, a la lluvia, a la fecundidad, a la solución de los problemas cotidianos de la vida. Lo que antes pedían o hacían delante de la divinidad indígena ahora lo piden o hacen delante del Dios cristiano o sus intermediarios.


 


Por este mecanismo la mayoría de los santos patrones de los pueblos indígenas y mestizos ocuparon y juegan hasta el día de hoy el lugar de los antiguos tótems tribales o de las advocaciones divinas que identificaban a cada grupo humano. San Isidro Labrador, por ejemplo, es ahora la nueva expresión de Tlaloc nahuatl, Cosijo zapoteca, Chac maya, o el nombre del Dios que nuestros abuelos vinculaban a la lluvia; la Virgen sustituye ahora a la Madre Tierra, en su capacidad de dar vida o de amparar y acoger a todos.


 


Esta técnica de sustitución inauguró un tipo de inculturación indígena de la fe cristiana y de cristianización de la religión indígena, que no implicaba más cambios que poner en vez del símbolo indígena, un símbolo cristiano equivalente o parecido. Todo lo demás seguía exactamente igual que antes. Es lo que dio como resultado un cristianismo indigenizado, es decir, vivido en moldes indígenas, y una religión indígena cristianizada, esto es, dentro de esquemas cristianos. El acento mayor en un lado o en otro dependía de las características del protagonismo que se tuvo en concreto para cada  proceso inculturizador.


 


No cabe duda que esta forma de actuar, que hizo posible que los indígenas participáramos en la cristiandad al mismo que mantuviéramos lo propio bajo la cubierta cristiana, hoy suscita controversias cuando se quiere hacer abiertamente, como lo estamos haciendo en la inculturación de la catequesis, de la liturgia, de los ministerios en las iglesias autóctonas. No debemos rehuir al dialogo sobre estos asuntos.


 


e) Procesos de síntesis teológica


 


Si, para nuestros pueblos, la sintonía existente entre lo cristiano y lo indígena era tan grande que permitía hacer yuxtaposición, sobreposición y sustitución de contenidos, también podía dar origen a síntesis novedosas de ambos aportes. Es lo que intentaron, casi desde el principio, connotados representantes de la Iglesia y de las comunidades indígenas convertidas al Cristianismo.


 


El primer intento serio y estructurado en este camino se hizo en el Seminario Indígena de la Santa Cruz de Tlatelolco en México (1535-1575), cuyo fruto más refinado es el primer texto de Teología India conocido como Nican Mopohua o relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe. En él a partir de un símbolo cristiano, que ya había pasado por la inculturación española-morisca, se recrean las creencias indígenas mostrando su perfecta armonía con los contenidos fundamentales del Evangelio de Cristo. En la Virgen Morena del Tepeyac se reconcilian maravillosamente los dos mundos religiosos que la conquista había contrapuesto: El Téotl indígena, verdadero Dios por Quien se vive, se da la mano con el Dios cristiano; Tonantzin, la Madre de todos los dioses del Anáhuac, se une con María, la Madre de nuestro señor Jesucristo; la Xochitlalpan o tierra florida indígena coincide con el Reino de Dios, la Teocal-li o casa indígena de Dios, viene a ser la Iglesia que hay que construir.


 


El diálogo reflejado en el Nican Mopohua se hizo realidad cuando fue posible plantear y asumir, como Iglesia, una utopía social nueva donde el indio es el protagonista; y el conquistador se suma al proyecto del indio. Como el Nican Mopohua, por todos los rincones del Continente se produjeron síntesis teológicas hechas con la misma metodología guadalupana. La Virgen María fue el principal recurso de este procedimiento: La Aparecida en Brasil, Caacupé en Paraguay, Copacabana en Bolivia, etc. Por eso se puede afirmar que nuestra evangelización fue más mariana que cristológica.


 


Estas síntesis circularon en primer término en el ámbito de la llamada “religiosidad popular” tanto indígena como mestiza; pero con el tiempo y, sobre todo, con el peso mayoritario que fue teniendo la religiosidad popular en la vivencia de la fe cristiana entre los pobres, poco a poco se fueron incorporando también dentro de la oficialidad de la Iglesia. Sin embargo la percepción oficial que se tuvo de estas síntesis es que se trataba de una deficiente comprensión del mensaje cristiano. Se las aceptaba en cuanto que reflejaban algo del mundo cristiano; pero se las criticaba en cuanto que mostraban también parte del mundo indígena. Por eso había que purificarlas o elevarlas. A la Morenita del Tepeyac se la aceptaba en la Iglesia porque era la Virgen María, la Madre de Jesús; pero se hacía a un lado que también era Tonantzin, Nuestra Madre, la Madre de Huelnelli Téotl, Ipalnemohuani, Totecuyo, Tloque Nahuaque, es decir, de todos los nombres indígenas de Dios.


 


Durante mucho tiempo privó en la Iglesia esa mentalidad respecto a las inculturaciones indígenas del Evangelio. Por eso, cuando se descubrió que detrás de estas expresiones había un bagaje indígena muy grande, se las persiguió con campañas de desvirtuamiento de su contenido para mostrar que en ellas persistía la idolatría antigua. La religiosidad guadalupana sufrió estos embates en los momentos mismos en que se hacían los preparativos de la independencia de México [5].


 


En los últimos años ha habido otros acercamientos pastorales a esta realidad con nuevos instrumentos teológicos y de las ciencias, que han mostrado la grandeza de tales síntesis de fe precisamente por el fuerte aporte indígena que hay en ellas. Por eso se ha llegado a afirmar que la Virgen de Guadalupe es el rostro materno de Dios para nuestros pueblos (Doc. de Puebla) o que es el mejor ejemplo de inculturación del Evangelio (Cf. Doc. de Santo Domingo). Con lo cual estamos iniciando en la Iglesia una nueva práctica pastoral y misionera que encuentra eco inmediato en muchas iglesias particulares. Pero aún hace falta avanzar más por este sendero a nivel de hechos, no sólo de palabras.


 


La inculturación del Evangelio implica superar los esquemas colonialistas de evangelización para entrar de lleno a la implementación de actitudes permanentes de diálogo respetuoso con las culturas y expresiones religiosas de los pueblos indígenas. Para descubrir en ellas la riqueza humana y espiritual que han ido acumulando en siglos de búsqueda de vida y de Dios. Para servir pastoralmente a las Semillas del Verbo, que el Espíritu ha sembrado en ellas, y ayudarlas a llegar a su plena floración y fructificación.


 


El reencuentro de la Iglesia con los pueblos indígenas


 


Los miembros de la Iglesia debemos reconocer que, en la primera evangelización del siglo XVI, aunque hubo serios y heroicos esfuerzos de diálogo, prevaleció el choque violento de religiones, de teologías, de divinidades. Se impuso un esquema que desplazó y quiso anular la perspectiva indígena. De ella no surgieron iglesias indianas, ni clero nativo, ni liturgias inculturadas, al menos a nivel oficial. Los indios aprendimos a vivir en la exclusión, en la clandestinidad. Y ahí recreamos lo nuestro en lo cristiano: es lo que ahora llaman Religiosidad Popular. En ese espacio se  desarrolló y se mantuvo el aporte guadalupano.


 


Después de los primeros 50 años de evangelización, la Iglesia nos olvidó, nos abandonó; prácticamente no fuimos parte de ella. Lo expresado por Juan Diego ante la Virgen fue una verdad ampliamente corroborada en la relación con la Iglesia: “me mandas a un lugar donde no ando ni paro”. Nos hicimos invisibles para la sociedad y para la Iglesia. Y así pasaron los siglos.


 


En el nuevo contexto, los últimos 50 años de los tiempos actuales, hemos vuelto a ser visibles, pero muchos empezaron por vernos como problema: nos miraron como pobres (marginados, explotados) o como ‘los más pobres de entre los pobres’ (Puebla); luego como diferentes, que requieren una pastoral especial o específica (se le llamó Pastoral indigenista); finalmente nos descubrieron como pueblos, sujetos, no objetos, de la sociedad y de la Iglesia, y como alternativa de futuro.


 


En cincuenta años estamos cambiando la historia, estamos volteando la tortilla. No estamos muertos ni nos sentimos condenados a muerte. Nos hemos puesto de pié, hemos soltado la lengua, nos hemos atrevido a caminar como predijo Mons. Leonídas Proaño. Hemos resucitado y exigimos cambios profundos de la sociedad y de la Iglesia para obtener el lugar que nos corresponde. A veces lo hacemos a las buenas, a veces lo hacemos a la mala, algunos hasta con las armas en la mano como los zapatistas del EZLN en Chiapas.


 


Unos ven esta resurrección indígena con gozo y optimismo; otros la ven con temor, como amenaza. Nos temen y por eso nos atacan. Hay una crisis por esto. Pero vamos venciendo con  astucia indígena y audacia evangélica los tropiezos del camino. Para hacer que nos entiendan, mediante el diálogo, estamos abriendo caminos inéditos o reeditando caminos viejos del pasado que fueron abandonados.


 


Los interlocutores, a favor o en contra de nuestra causa, están poniendo lo que cada uno considera mejor de sí para este reencuentro de la Iglesia con los indígenas. En Roma, el mismo Santo Padre Juan Pablo II abrió brecha con sus encuentros sistemáticos con representantes indígenas en todos sus viajes apostólicos, desde 1979; la Congregación para la Doctrina de la Fe ha puesto la temática de la Teología india dentro de la agenda universal desde 1996; la Congregación para los Obispos, CAL, se ha sumado a estas preocupaciones en el 2000. El CELAM tiene la preocupación por la Pastoral cabe los pueblos indios prácticamente desde 1968, a través del Departamento de Misiones, Demis, y más recientemente por el Secretariado de Pastoral indígena, SEPAI, que ha convocado una serie de encuentros, simposios, seminarios sobre esta temática. Muchas Conferencias nacionales de Obispos formaron comisiones y equipos misioneros para la atención a los indígenas. Los teólogos de América latina han incorporado la Teología india en sus esquemas y espacios teológicos; ahí está la Asociación ecuménica de teólogos del Tercer mundo, ASETT, el equipo de teólog@s Amerindia, La Confederación latinoamericana de Religiosos, CLAR, el Consejo latinoamericano de Iglesias, CLAI. También está la Articulación ecuménica latinoamericana de la Pastoral indígena, AELAPI.


 


No cabe duda que estamos ganando la pelea. La Iglesia se está abriendo para incorporarnos dignamente. El futuro depende de nosotros, pero también de los demás miembros de la Iglesia y de la sociedad. El tiempo es favorable, estamos en un kairós de gracia.


 


Las dos reuniones de Obispos (en Oaxaca, México, y en Riobamba, Ecuador) convocadas en el año 2002 por el Consejo Episcopal Latinoamericano, CELAM, en las que participaron también dos Congregaciones de la Santa Sede (la de la Doctrina de Fe y la de los Obispos) y donde fueron incluidos representantes de la Teología India, muestran el activo interés de la Iglesia Católica por renovar su presencia y su contacto con las poblaciones indígenas de este Continente. En los años recientes ella ha hecho un camino importante para reencontrarse con las comunidades nativas de América latina. En el más alto nivel, representado por el Santo Padre y su Curia romana, en los niveles intermedios como el CELAM y las Conferencias Episcopales nacionales y sus respectivas comisiones, departamentos y secretariados, e incluso en las comunidades creyentes de base, con sus equipos de servidor@s, se percibe un nuevo contexto eclesial para el diálogo y la solidaridad con las hijas e hijos de estas tierras, concretamente en lo que se refiere a la Teología india.


 


El nuevo contexto en relación a la Espiritualidad indígena y a la Teología india es resultado de acciones de búsqueda conjunta como Iglesia para responder satisfactoriamente a las interrogantes planteadas a esta vertiente de la Teología latinoamericana. No ha sido fácil construir puentes de diálogo fructífero entre quienes apoyamos y quienes impugnan la Teología india; pero el hecho de que pastores y teólogos decidimos poner en marcha una actitud de respeto y comunión con quien piensa diferente por encima de los recelos y desconfianzas mutuas, está dando sus frutos. Lo que prueba que también para Iglesia, se cumple el dicho popular: “Dialogando se entiende la gente


 


Muchas acciones se emprendieron para dar cauce al deseo de diálogo en los distintos niveles de Iglesia. En México, la Comisión Episcopal para Indígenas, con apoyo de otras comisiones, llevó a cabo en el sexenio vigente una serie de cuatro talleres para Obispos, donde se abordó la problemática de la Teología India en sus diferentes aspectos. Voces a favor y voces en contra se sentaron a la mesa de la discusión para buscar consensos y elaborar propuestas convergentes que sirvieran para el caminar eclesial respecto a esta temática específica. Al debatir con honestidad teólogos y pastores nuestros puntos de vista, cada uno desde su particular trinchera o responsabilidad, fuimos construyendo posibilidades de entender las legítimas preocupaciones de ambos lados; y pudimos al final reconocer la pertinencia y pertenencia de la Teología india dentro de la Iglesia, valorando sus aportes y asumiendo la responsabilidad de acompañarla generosamente para que, liberándola de los riesgos que la amenazan, entre en diálogo fecundo con las demás teologías de nuestra Iglesia y del mundo.


 


Este tipo de encuentros es lo que preparó el terreno para sembrar en la Iglesia las respuestas nuevas que requieren los retos provenientes de la emergencia indígena actual; emergencia que ha puesto de manifiesto más claramente la realidad dolorosa de los pueblos indios empujados a la extinción; pero también las esperanzas encerradas en nuestras culturas y experiencias religiosas como alternativas de vida no sólo para nosotros, sino para todos los habitantes del planeta.


 


Algunas conclusiones misionológicas


 


– El diálogo intercultural e interreligioso forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. No podemos renunciar al diálogo sin menoscabo de la misión de la Iglesia.


– Los ideales misioneros y misionológicos son claros en la Iglesia, pero la práctica misionera no cambia tan rápidamente. Hay que iniciar o consolidar procesos concretos de diálogo con los otros, los que son diferentes a nosotros.


– Históricamente la Iglesia ha intentado el diálogo en el pasado, desde la primera evangelización del continente, pero los resultados no fueron satisfactorios.


– El diálogo es posible hoy si todas las partes involucradas lo quieren y los buscan. Los nuevos intentos de diálogo con el mundo indígena muestran que podemos lograr éxito en el reencuentro de la Iglesia con los pueblos de culturas diferentes.


– Al momento del diálogo hay legítimas preocupaciones de ambos lados que deben expresarse en el diálogo para ser resueltas. A fin de consolidar el diálogo habrá que ir quitando poco a poco los prejuicios, temores y reservas que existen tanto en la institución eclesiástica como en las bases indígenas.


– Aunque seamos optimistas en el diálogo, no debemos cerrar los ojos a las divergencias reales que existen entre bases indígenas y dirigentes de la Iglesia.


– A pesar de la buena voluntad, a pesar de los muchos puntos de coincidencia porque compartimos la misma fe cristiana, a pesar de la lengua común que utilizamos en el diálogo, no olvidemos que los contextos de los interlocutores son diferentes, que los códigos de lectura d

Fonte: Eleazar López Hernández (Cenami)
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