29/12/2008

Que cada pueblo teja los hilos de su historia:

El pluralismo jurídico en diálogo didáctico con legisladores[1]


 


1.                  Soportes y  límites para la construcción de un argumento difícil


 


En agosto de 2007, fui convocada por la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de los Diputados del Congreso Nacional Brasileño para presentar un argumento de cuño antropológico que clarificase a los parlamentarios sobre el tema del infanticidio practicado por varias sociedades indígenas en Brasil. La explicación era necesaria para que pudieran decidir su posición a la hora de la inminente votación de una ley que criminalizaba la práctica. En este artículo detallo conjunto de consideraciones y conocimientos que cercaron la preparación de mi argumento, presento el texto con que cuestioné la aprobación del proyecto de ley y expongo las conclusiones de alcance teórico que surgieron en el proceso de su elaboración. De hecho, como explicaré, al finalizar el ejercicio retórico cuya confección aquí describo, las categorías pueblo e historia se habían impuesto como las únicas capaces de permitir la defensa de un proceso de devolución de la práctica de la justicia a la comunidad indígena por parte del Estado nacional.


 


Cuando recibí la invitación percibí que tendría que tejer mis consideraciones de forma compleja, obedeciendo el principio que yo misma había sentado al hablar de una antropología cuyo lema debería ser, a partir de ahora, permanecer disponible a la demanda de sus estudiados (Segato, 2006:228). El primer problema era que me encontraba escindida entre dos discursos diferentes y opuestos, ambos provenientes de mujeres indígenas, y de los cuales tenía conocimiento.


 


El primero era el repudio que en la primera Reunión Extraordinaria de la recién creada Comisión Nacional de Política Indigenista, realizada los días 12 y 13 de julio de 2007, la Subcomisión de Género, Infancia y Juventud había manifestado al respecto de esa ley[2]. El segundo era la queja de una indígena, Edna Luiza Alves Yawanawa, de la región fronteriza entre Brasil y Perú del estado de Acre, quien, durante el taller de Derechos Humanos para mujeres indígenas que asesoré y conduje en 2002 para la Fundación Nacional del Indio (FUNAI), había descrito el infanticidio obligatorio de uno de los gemelos entre los Yawanawa como fuente de intenso sufrimiento para la madre, por eso también víctima de la violencia de esta práctica. Ésta era, en su experiencia, una de las contradicciones de difícil solución entre el derecho a la autonomía cultural y el derecho de las mujeres (Segato, 2003:31). Tenía, por lo tanto, frente a mí la tarea ingrata de argumentar contra esa ley, pero al mismo tiempo hacer una apuesta fuerte en la transformación de la costumbre.


 


Dejando de lado estos dos apoyos y, al mismo tiempo, contenciones para mi argumento, debía también construirlo a partir de consideraciones y evidencias que fueran aceptables para el Congreso de un Estado nacional de fuerte influencia cristiana, heredero del estado colonial, formado en su inmensa mayoría por hombres blancos, muchos de ellos terratenientes en localidades con presencia indígena y, en el caso de esta ley, representados por la agresiva “bancada” de parlamentarios evangélicos, muy articulados y actuantes en la política brasileña. Era precisamente un miembro de este “Frente Parlamentario Evangélico”, el diputado federal del PT por el Estado de Acre y miembro de la Iglesia Presbiteriana del Brasil Henrique Afonso, el proponente del proyecto de ley nº 1057 de 2007 en discusión.


 


Si, por un lado, me amparaban la Constitución brasileña de 1988 y la ratificación por el Brasil, en 2002, del Convenio 169 de la OIT; por el otro, la defensa de la vida se presentaba como un límite infranqueable para cualquier intento de relativizar el derecho. Efectivamente, la Constitución de 1988, especialmente en el artículo 231 y en el conjunto de sus artículos 210, 215 y 216, reconoce y garantiza la existencia de diversidad de culturas dentro de la nación y el derecho a la pluralidad de formas particulares de organización social. A partir de esa visión constitucional pluralista en el orden cultural, intérpretes como Marés de Souza Filho (1998) y de Carvalho Dantas (1999) afirman que la Carta de 1988 sienta las bases para el progresivo ejercicio de derechos propios por parte de las sociedades indígenas en Brasil. También la ratificación del Convenio 169 de la OIT en 2002 fue un paso adelante en el camino del reconocimiento de las justicias propias, aunque la norma consuetudinaria allí, a pesar de adquirir status de ley por su inclusión en la legislación a partir del proceso de constitucionalización del instrumento jurídico internacional, sigue limitada por la obligatoriedad del respeto a las normas del “sistema jurídico nacional” y a los “derechos humanos internacionalmente reconocidos”.


 


Sin embargo, por razones que no es posible examinar aquí, el Brasil, a pesar de contar hoy con aproximadamente 220 sociedades indígenas y un número total de aproximadamente 800.000 indígenas (0,5% de la población), se encuentra muy lejos de un efectivo pluralismo institucional y más distante todavía de la elaboración de pautas de articulación entre el derecho estatal y los derechos propios, como existe en Colombia, o Bolivia. Las propias comunidades indígenas no demandan del Estado una devolución del ejercicio de la justicia con el mismo empeño con que demandan la identificación y demarcación de sus territorios, ni tienen claro lo que significaría esa restitución en el proceso de reconstrucción de sus autonomías. No hay suficiente investigación al respecto, pero este subdesarrollo en lo concerniente a las justicias propias podría atribuirse a la inexistencia, en el derecho colonial portugués, de la figura de los cabildos indígenas, depositarios, en toda América Hispánica, de la administración de justicia cuando la infracción no afectaba los intereses de la metrópoli o sus representantes. Por otro lado, en Brasil se ha avanzado más en la identificación y demarcación de territorios indígenas. Sin embargo, en tanto que esos territorios no se comportan como verdaderas jurisdicciones, la devolución de tierras no fue acompañada por un proceso equivalente de reflexión y reconstrucción de las instancias propias de resolución de conflictos, grados crecientes de autonomía institucional en el ejercicio de la justicia propia y recuperación paulatina de la práctica procesal. La figura de la tutela, vigente hasta hoy en el Estatuto del Indio, a pesar de su revocación parcial en el nuevo texto constitucional, contribuye a reducir cada persona indígena, en su individualidad, al régimen ambivalente de subordinación / protección por parte del Estado Nacional.


 


A los cuidados ya expuestos debo agregar que mi exposición no podría centrarse en un análisis de las diversas razones cosmológicas, demográficas o higiénico-prácticas que rigen la permanencia de la práctica del infanticidio en una variedad de sociedades. Mucho menos intentar invocar la profundidad de la diferencia de las concepciones de “persona”, “vida” y “muerte” en las sociedades amerindias. El paradigma relativista de la antropología, en su siglo de existencia, no ha impactado la conciencia pública, incluida la de los parlamentarios, como para permitir el debate en estos términos dentro del campo jurídico estatal. Eso me colocó directamente ante la cuestión central de mi tarea: ¿con qué argumentos quienes defendemos la deconstrucción de un Estado de raíz colonial podemos dialogar con sus representantes y abogar por las autonomías, cuando éstas implican prácticas tan inaceptables como la eliminación de niños? Nos encontrábamos, indudablemente, frente a un caso límite para la defensa del valor de la pluralidad.


 


Esta dificultad era agravada por la cantidad de material periodístico de diversos tipos que las organizaciones religiosas habían divulgado al respecto de niños rescatados de la muerte, estrategia que culminó con la interrupción de la Audiencia Pública para permitir la entrada de un contingente de diez de ellos, con algunas madres, muchos con deficiencias de varios grados de gravedad, para dar muestras de gratitud a la organización que los había salvado de morir a manos de sus respectivas sociedades. “Atini. Voz por la vida”, una ONG evangélica local pero con ramificaciones internacionales en radios y sitios de internet en inglés[3], estaba detrás de este despliegue de comunicación social y poder mediático, y llegó incluso a producir un pequeño manual o cartilla llamada “O Direito de Viver”. Série “Os Direitos da Criança” (“El derecho a vivir. Colección “Los Derechos del Niño”). El folleto, “Dedicado a MUWAJI SURUWAHA, mujer indígena que enfrentó las tradiciones de su pueblo y la burocracia del mundo de fuera para garantizar el derecho a la vida de su hija Iganani, que sufre de parálisis cerebral” (mi traducción), incluye los siguientes subtítulos, representativos de los casos en que diversas sociedades indígenas pueden valerse de la práctica de infanticidio: “Ningún niño es igual a otro, pero todos tienen los mismos derechos”, “El derecho del niño es más importante que su cultura”; “Es deber de la comunidad proteger sus niños”; “Los gemelos tienen derecho a vivir”; “Hijos de madre soltera tienen derecho a vivir”; “Niños con problemas mentales tienen derecho a vivir”; “Niños especiales, que nacen con algún problema, tienen derecho a vivir”; “Niños que los padres no quieren criar, o no pueden criar, tienen derecho a vivir”; “Niños cuyo padre es de otra etnia tienen derecho a vivir”; e informa también sobre la legislación vigente de protección de la vida infantil (la Convención de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas; el Estatuto del Niño y del Adolescente de Brasil; y la cláusula 2 del artículo 8 del Convenio 169  de la OIT, que establece límites a la costumbre).


 


Tanto las noticias plantadas por esta organización en diarios y revistas de amplia distribución nacional como la conmovedora entrada en el auditorio del Congreso en que se desarrollaba la sesión resultan naturalmente en una imagen de las sociedades indígenas como bárbaras, homicidas y crueles para con sus propios e indefensos bebés. Imagen contrapuesta a la de un movimiento religioso que afirma “salvar los niños” de pueblos que los asesinan. La legítima defensa de la vida de cada niño y el deseo de una buena vida para todos se transformaba así en una campaña proselitista anti-indígena y en la prédica de la necesidad de incrementar la supervisión de la vida en las aldeas. El fundamento era la supuesta necesidad de proteger al indio de la incapacidad cultural del indígena para cuidar la vida. De la individualidad y particularidad de cada caso se pasaba, a partir de una perspectiva cristiana, a una política general de vigilancia de la vida indígena y al menoscabo de su modo de vida propio, con las bases cosmológicas que lo estructuran. La misión se presentaba así como indispensable para el bienestar de los incapaces “primitivos” y la erradicación de sus costumbres salvajes -en otras palabras, para su salvación no sólo celeste sino también mundana. La ley que se proponía era, así, el corolario de un proyecto de iglesias que se auto-promovían como “salvadoras del niño” indígena (intencionalmente parafraseo aquí el irónico título de la obra ya clásica de Anthony M. Platt, 1969)


 


En julio de 2008, las fuerzas e intereses representados por el frente parlamentario evangélico no había conseguido aprobar esta ley, así como tampoco impedir la liberalización de otras leyes referidas a la gestión de la vida humana. La embestida legislativa contra el aborto, las uniones homosexuales, la experimentación con células  troncales, etc. permite entrever la dimensión biopolítica de la intervención religiosa contemporánea en la esfera pública (ver, Segato, 2008). Como parte de este intervencionismo biopolítico, el director de Hollywood David Cunningham (cuyo padre, Lauren Cunningham, es uno de los fundadores de la entidad misionera Youth with a Mission / JOCUM) acaba de lanzar la película Hakani: Buried Alive – A Survivor’sStory. Esta cinta transmite la falsa impresión de que se trata del registro documental del entierro de dos niños vivos, ya crecidos, por indios de una aldea Suruwaha. La película, interpretada por actores indígenas evangelizados y rodada en una propiedad de la Misión, es severamente perjudicial a la imagen de los pueblos indígenas del Brasil y de los Suruwaha en particular. [4]


2.                  El proyecto de Ley, su inspiración y la coincidencia de agendas en el ámbito internacional


 


Los autores del Al proyecto de ley nº 1057 de 2007 le asignaron el nombre de Ley Muwaji, honrando a una madre Suruahá salvadora de su bebé portador de parálisis cerebral.[5]


 


No me dedicaré aquí a hacer una crítica del Proyecto de Ley en términos jurídicos. Baste decir que he repetidamente indicado que esa ley “ultra-criminaliza” el infanticidio indígena porque, por un lado, repite la sanción que pesan sobre acciones ya debidamente encuadradas en la Constitución y el Código Penal y, por el otro, incluye en la acusación no sólo a los autores directos del acto sino a todos sus testigos reales o potenciales, es decir, toda la aldea en que el acto ocurre, y otros testigos como, por ejemplo, el representante de la FUNAI, el antropólogo, o agentes de salud, entre otros posibles visitantes.


 


Los principales argumentos a favor de la ley provenían de los esposos Edson y Márcia Suzuki, una pareja de misioneros actuantes entre los Suruahá que aparecieron en medios escritos y televisivos de altísima audiencia por haber rescatado de la muerte a la niña Ana Hakani, condenada a muerte por una disfunción hormonal congénita severa y que cursa hoy estudios primarios en una escuela privada de alto padrón en Brasilia. En dos notas consecutivas de página entera en el principal periódico del DF (Correio Brasiliense,)[6] intituladas respectivamente: “La Segunda Vida de Hakani” y “La sonrisa de Hakani”, profusión de fotografías muestran a la niña en su nuevo medio y hacen uso de su imagen con fines de propaganda de la acción misionera. Después de un repugnante manoseo de la historia, el cronista afirma que la acogida de Hakani por parte de sus colegas de escuela primaria “aparta con un puntapié cualquier sospecha de prejuicio” pues, según el testimonio de una de ellas, Hakani “es igualita a nosotras. Yo ni me acuerdo de que es india” (mi traducción). El periódico cuenta el proceso de rechazo sufrido por la niña en su medio originario, pero no ofrece ningún tipo de información contextual capaz de tornar lo relatado inteligible a los lectores del periódico.


 


Coincidentemente, poco después de mi presentación en la Audiencia Pública, recibí un mensaje indignado de mi amiga y colega Vicki Grieves, activista, antropóloga y profesora universitaria aborigenee. En el texto, Vicki intentaba informar a la comunidad internacional sobre una nueva ley promulgada en su país, Australia, diciendo: “Queridos amigos: ustedes ya deben estar al tanto de las ultrajantes incursiones en las comunidades aborígenes de los Territorios del Norte bajo el disfraz de “salvar a los niños” (mi traducción). El tropo de la supuesta salvación de los niños era invocado simultáneamente en Australia, alegando la necesidad de protegerlos de padres abusadores. Nos enteramos así de que la intervención en los Territorios del Norte australiano pasaba a ser justificada en nombre de la lucha contra una supuesta epidemia de “abuso infantil”. Precisamente el 17 de agosto de 2007, 19 días antes de la Audiencia Pública en que participé, el Parlamento del Commonwealth “pasó sin enmiendas un paquete de medidas que implementaban nacionalmente la respuesta urgente del gobierno federal al Ampe Akelyernemane Meke Mekarle, el Informe “los niños pequeños son sagrados”. La nueva legislación hacía posible todo tipo de intervención en los territorios, disminución de los derechos y libertades, y la suspensión de la ley consuetudinaria (Davis, 2007:1). En una conferencia magnífica, Jeff McMullen, devela las fallas y los intereses detrás de las acciones en “defensa de los niños”: “Este dramático asalto por parte del Gobierno Federal de más de 70 comunidades remotas que son propiedad del pueblo aborigen en el Territorio Norte comenzó con palabras equivocadas y sin consulta a sus propietarios tradicionales. Todo líder indígena afirmará que se trata de una de las más serias ofensas….” (2007: 4).


 


Es significativo el paralelo de la coartada intervencionista en Brasil y en Australia. De la misma forma, los contra-argumentos tendrán que ser del mismo tipo: la única solución posible será la consulta, el respeto a las autonomías y la delegación de responsabilidades a los pueblos junto con los medios necesarios para resolver los problemas. En conversaciones subsecuentes con activistas de esa región del mundo, concordamos en que parecían coincidir las  agendas tendientes a abrir los territorios indígenas, en uno y otro continente, a un Occidente intervencionista y colonizador. Una nueva sorpresa fue constatar que el proyecto de ley brasileño se encontraba –algo poco común incluso para la legislación vigente–traducido al inglés y disponible en internet.[7]


 


3.                  Breve panorama de la práctica en sociedades indígenas brasileñas


 


Tomo la información que permite comprender el caso de Hakani – utilizado por el Frente Parlamentario Evangélico para dar publicidad al proyecto de ley – del ensayo final para la Cátedra UNESCO de Bioética de la Universidad de Brasilia presentado por Saulo Ferreira Feitosa (Vice-Presidente del Centro Indigenista Missionário – CIMI), Carla Rúbia Florêncio Tardivo y Samuel José de Carvalho (2006). Por su parte, los autores se valen, para su esclarecedora síntesis, de dos estudios que son probablemente los únicos en la bibliografía brasileña que abordan el tema del infanticidio (Kroemer, 1994 y Dal Poz, 2000). De acuerdo con estas fuentes, los Suruahá, de lengua del tronco Arawac, que habitan en el Municipio de Tapauá, Estado de Amazonas, a 1.228 kilómetros por vía fluvial de la capital, Manaus, se mantuvieron aislados voluntariamente hasta fines de la década de 1970. Tuvieron su primer contacto con misioneros católicos de un equipo del CIMI, que al percibir que se trataba de “un pueblo capaz de garantizar su auto-sustentabilidad y mantener viva su cultura, desde que permaneciese libre de la presencia de invasores” comprendieron que “deberían adoptar una actitud de no interferencia directa en la vida de la comunidad”, apenas luchando por la demarcación y protección de su territorio – lo que no demoró en concretarse. Ese equipo se limitó, entonces, a acompañar el grupo a distancia, mantener una agenda de vacunación y respetar su voluntario aislamiento. Sin embargo, cuatro años más tarde, la Misión Evangélica Jocum de los misioneros Suzuki decidió establecerse entre los Suruahá de forma permanente (Feitosa et al., 2006: 6. Mi traducción).


 


El grupo intervenido por dos equipos misioneros de Jocum tiene las siguientes características, vistas de forma muy sintética: constituyen una población de 143 personas en la cual, entre 2003 y 2005 “ocurrieron 16 nacimientos, 23 muertes por suicidio, 2 infanticidios y una muerte por enfermedad”; “la edad media de la población, en 2006, era de 17. 43 años” (Feitosa et al., 2006:6). Los autores, prosiguiendo con su síntesis, nos informan también que, entre los Suruahá, “por detrás del vivir o del morir, existe una idea, una concepción de lo que sea la vida y la muerte”, es decir, de cuál es la vida “que vale la pena vivir o no”. Por eso, citando a Del Poz, agregan: “las consecuencias de ese pensamiento son percibidas en números. ‘Los factores de la mortalidad entre los Suruahá son eminentemente sociales: 7,6% del total de muertes son causadas por infanticidio y 57,6% por suicidio’” (Feitosa et al., 2006:7 y Dal Poz, 2000:99). En ese medio tiene sentido vivir cuando la vida es amena, sin excesivo sufrimiento ni para el individuo ni para la comunidad. Por eso se piensa que la vida de un niño nacido con defectos o sin un padre para colaborar con la madre en su protección será demasiado pesada como para ser vivida. De la misma forma, “para evitar un futuro de dolor y desprestigio en la vejez, el niño pasa a convivir desde pequeño con la posibilidad de cometer suicidio”.


 


Comprobamos, a partir de las citas, que en el fondo del problema se encuentran las propias ideas sobre la muerte entre los Suhuará, substantivamente diferentes de los significados que le otorga el pensamiento cristiano. También constatamos que se trata de una visión compleja, sofisticada y de gran dignidad filosófica, que nada debe al cristianismo. Evidencia de la ineficacia secular de la antropología es, justamente, no haber conseguido formar en Occidente una imagen convincente de la cualidad y la respetabilidad de ideas diferentes sobre temas tan fundamentales[8]. Por eso mismo, el retrato que de este grupo divulgan los misioneros en los medios crea la percepción de ignorancia y barbarie, así como la certeza de su incapacidad para cuidar aptamente de la vida de sus hijos.


 


Como mencioné antes, son escasas en Brasil las etnografías que tratan el tema del infanticidio, porque revelar esa práctica podría causar grandes perjuicios a las comunidades y dejarlas expuestas a la intervención policial o a embestidas más intensas por parte de misioneros de las diversas iglesias cristianas. A pesar de eso, se sabe, por la comunicación oral de varios etnólogos, que dentro de la categoría “infanticidio” reunimos prácticas que, cuando son sometidas a un escrutinio más riguroso, se muestran muy diversas, tanto en su sentido y papel dentro del grupo como en el significado que podrían adquirir dentro del campo de los derechos. Por ejemplo, en algunas sociedades, es la regla cosmológica obedecida por la comunidad la que determina la eliminación de un recién nacido, como en ocurre en algunos casos con los gemelos. En otras, la comunidad, la familia o la madre, dependiendo del grupo de que se trate, tiene a su cargo la decisión, sujeta a consideraciones sobre la salud del infante, las condiciones materiales de la madre o del grupo para poder cuidarlo, o la ausencia de una figura paterna para colaborar en su cuidado.


 


Dependiendo de sobre quién recaiga la decisión, cambia la manera en que los derechos humanos pueden ser accionados, pues si es la comunidad quien decide, la madre podrá sentirse lesionada en su derecho de conservar la criatura. Cuando es la madre quien debe decidir, la lesión de derechos particulares será percibida como recayendo sobre el niño o niña. En diferentes sociedades, razones cosmológicas o pragmáticas sobre las posibilidades de sobrevivencia del infante o del propio grupo, o el cálculo evaluativo de la madre o de los parientes inmediatos orientan la decisión de acoger o no una nueva vida. Veamos algunas características y significados que afectan esta práctica en dos sociedades, a cuyo conocimiento tuve acceso por la comunicación oral de dos antropólogos.


 


Durante el Seminario Interamericano sobre Pluralismo Jurídico que organicé en Brasilia en noviembre de 2005 en la Escuela Superior del Ministerio Público de la Unión (ESMPU) y en colaboración con la Sexta Cámara de Minorías de la Procuraduría General de la República, el antropólogo Iván Soares, actuante en aquel momento junto al Ministerio Público del Estado de Roraima en la frontera norte del Brasil, de numerosa población indígena, hizo públicos detalles importantes sobre la práctica de infanticidio entre los Yanomami. Su propósito era responder a un procurador que defendía el imperio universalista de los Derechos Humanos en todos los casos. Para ese fin, relató que las mujeres Yanomami tienen poder total de decisión al respecto de la vida de sus recién nacidos. El parto acontece en el bosque, fuera de la aldea; en ese ambiente de retiro, fuera del contexto de la vida social, la madre tiene dos opciones: si no toca al bebé ni lo levanta en sus brazos, dejándolo en la tierra donde cayó, significa que éste no ha sido acogido en el mundo de la cultura y las relaciones sociales, y que no es, por lo tanto, humano. De esa forma, desde la perspectiva nativa, no se puede decir que ha ocurrido un homicidio, pues eso que permaneció en la tierra no era una vida humana. Por lo tanto, entre los Yanomami el nacimiento biológico no es la entrada a la humanidad, pues, para que esto último ocurra, tendrá que haber un “nacimiento pos-parto”, es decir, producido en la cultura y dentro del tejido social. Tal concepción se encuentra presente entre muchos otros pueblos originarios del Brasil (Viveiros de Castro, 1987), y permite contraponer las concepciones amerindias con la biopolítica de los Derechos Humanos, conduciendo a dilemas como los examinados por Giorgio Agamben en su obra sobre el Homo  (Agamben, 1998).


 


Por su parte, Patricia de Mendonça Rodrigues (2008), etnógrafa de los Javaé, habitantes de la Ilha do Bananal en el Estado de Tocantins en el Brasil central, me relató lo que creía estaba detrás de la práctica de infanticidio en ese grupo. Para los Javaé, el recién nacido llega al mundo como una alteridad radical, un otro no humano que debe ser humanizado ritualmente por medio del cuidado y la nutrición a cargo de sus parientes. Llega al mundo contaminado y con el cuerpo abierto porque su materia se compone de la mezcla de substancias de sus progenitores. La tarea social es humanizarlo, es decir, trabajar para que su cuerpo se cierre y lo constituya como sujeto individual y social. Por lo tanto, su extinción tampoco aquí es entendida como un homicidio.


 


El hecho de que nace como un extraño absoluto, según creo, justifica la práctica del infanticidio. Los Javaé no lo dicen abiertamente, pero todo indica que la justificación consciente para el infanticidio, en la mayor parte de los casos, es que el bebé no tiene un proveedor (sea porque la madre no sabe quién es el padre, sea porque el padre la abandonó, o por otra razón) no sólo para sustentarlo económicamente sino, y sobre todo, para hacerse cargo de lo requerido por los largos y complejos rituales que lo identificarán nuevamente con sus ancestrales mágicos, confiriéndole su identidad pública de cuerpo cerrado. Cabe al padre, principalmente, la responsabilidad social por la transformación pública del hijo de cuerpo abierto en un pariente de cuerpo cerrado, esto es, un ser social. Un hijo sin padre social es el peor insulto posible para un Javaé y un motivo plenamente aceptable para el infanticidio (de Mendonça Rodrigues, comunicación oral. Mi traducción).


 


Constatamos una vez más, que no es la ignorancia lo que se esconde detrás de la diferencia en el tratamiento de la vida recién nacida en sociedades originarias del Nuevo Mundo, sino otra concepción de lo que es humano y de las obligaciones sociales que lo manufacturan. A pesar de que los antropólogos, de una forma o de otra, hemos sabido de esto ya hace mucho tiempo, cuando dialogamos con el Estado a través de sus representantes, no podemos invocarlo. Tendremos que meditar profundamente en algún momento acerca de las razones por las cuales esto no es posible, sobre por qué las otras concepciones de vida, en la radicalidad de su diferencia y en la inteligencia de sus términos, no entran en el imaginario estatal, cuya estrategia de control cae cada día más en lo que Foucault denomina bio-política y bio-poder (Foucault, 2000, 2006 y 2007) y, consecuentemente, se distancia progresivamente de las nociones indias y comunitarias de vida humana.


 


Si bien no deberían faltar argumentos a favor de una concepción de la vida humana como responsabilidad social y no biológica, Esther Sánchez Botero asume -y no podría ser de otra forma- que frente al Estado, es necesario hablar el lenguaje del Estado, ya que éste no se abre a la diferencia radical. En su última obra, Entre el juez Salomón y el dios Sira. Decisiones interculturales e interés superior del niño, identificó claramente la estrategia jurídica clásica: es necesario conocer en profundidad la letra de la ley, para poder argumentar desde su interior (Sánchez Botero, 2006). Esta impresionante obra, destinada a aportar argumentos favorables a la preservación de la jurisdicción indígena en querellas que la amenazan, extrae y sistematiza la experiencia acumulada en una cantidad de casos judiciales a la luz de una discusión conceptual de gran aliento, tanto en el campo del derecho como en el de la antropología.


 


La autora afirma que no son los mínimos jurídicos –estrategia elegida por el derecho colombiano para enfrentar los dilemas del pluralismo jurídico- los que deben pautar el juicio de lo que desde el Occidente se lee como una infracción al principio de “interés superior del niño”, establecido por la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y del Adolescente. Para la autora, este principio “es una extensión de los principios de Occidente y no necesariamente constituye una idea realizable en todas las culturas y para todos los casos”, porque el “interés superior” se refiere al niño como “sujeto individual de derecho” y no acata el “reconocimiento constitucional a las sociedades indígenas como nuevo sujeto colectivo de derecho”. Por esa razón, la “aplicación generalizada, no selectiva e impositiva de este principio, además de inconstitucional, puede ser etnocida, al eliminar valores culturales indispensables a la vida biológica y cultural de un pueblo” (Sánchez Botero, 2006: 156).


 


Aprendemos así que cada decisión debe cumplir un “test de proporcionalidad” y solamente “los fines admitidos por la Constitución y reconocidos por la interpretación de la Corte como de mayor rango podrían limitar el derecho fundamental del pueblo indígena” a ser pueblo. En suma, para la autora, los derechos de los niños “no prevalecen sobre el derecho del pueblo indígena a ser étnica y culturalmente distinto” (Sánchez Botero, 2006: 170). Se desprende que en casos que impliquen una infracción al interés superior del niño, será menester considerar y sopesar los derechos que se encuentren en contradicción: el derecho a la vida del sujeto individual y el derecho a la vida del sujeto colectivo, así como también el derecho a la vida de la madre y el derecho a la vida del recién nacido. Frente a estas duplas contradictorias, deberá decidirse cual de los términos saldrá perdedor, en razón de un derecho superior. Si la madre no puede hacerse responsable por una nueva vida humana, así como sucede en el campo médico, se debe dar prioridad a la vida de la madre frente a la del bebé, pues de ella dependen los otros hijos. De igual forma, si la inclusión de un niño en determinadas condiciones compromete la supervivencia de la comunidad en cuanto tal, es la comunidad quien tendrá prioridad, pues de su capacidad para continuar existiendo dependen todos los miembros de la misma. Para Sánchez Botero, sólo el contexto sociocultural de cada caso particular permite realizar esa evaluación.


 


4.                  Decisiones sobre la estructura de mi argumento


 


Si bien la lectura de la obra de Sánchez Botero me brindó certezas respecto del carácter defendible, siempre en función de las circunstancias, de una práctica límite como el infanticidio, aún no resolvía el problema de cómo argumentar ante los legisladores. En parte, porque en Brasil no ha habido todavía un debate oficial sobre jurisdicciones o autonomías indígenas que pudiera servir de referencia para mi exposición; en parte, porque los destinatarios de mi argumento no eran jueces interesados en resolver casos de infracción al interés del niño sino miembros de una Casa que se encontraban en vísperas de votar una ley general sobre el tema. Tendría, entonces, que tomar decisiones sui-generis que me permitiesen tornar convincente el punto central de mi prédica: que criminalizar específicamente el infanticidio indígena en ningún caso era deseable para la Nación y sus pueblos.


 


Algunos datos eran necesarios para la exposición, así como encontrar un lenguaje que les confiriera eficacia: 1) el crecimiento demográfico de las sociedades indígenas posterior a la dictadora militar había sido notable, y eso probaba la capacidad de los indios de cuidar particularmente bien de sus proles; 2) el Estado que intentaba encuadrar a las sociedades indígenas en la ley era, él mismo, susceptible de encuadramiento y juicio;[9] 3) la eficacia penal y el énfasis del Estado en la criminalización como forma de control, recursos a los que esta ley apelaba, habían sido cuestionados por estudiosos de gran prestigio; 4) la ley era innecesaria porque legislaba lo ya legislado; 5) al enfatizar el derecho individual de los niños a la vida, la ley no se detenía a considerar el respeto y la protección igualmente debida –a partir de diversos compromisos contraídos por Brasil en el campo de los Derechos Humanos– a los derechos de los sujetos colectivos; 6) el Congreso Nacional no tenía legitimidad para votar una ley de intervención en la aldea indígena sin la presencia de los representantes de los pueblos afectados en su deliberación –lo que vino a confirmarse dos días después, el 7 de septiembre de 2007, cuando Brasil fue uno de los firmantes de la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas en la ONU[10]; 7) otras experiencias semejantes mostraban que la pretensión de legislar ultra-criminalizando el infanticidio y a sus testigos, es decir, la aldea y todas las presencias dentro de ella, era peligrosa, pues, en una época marcada por estrategias fundamentalistas, la reacción desatada podría transformar esa práctica en emblema de identidad étnica (Segato 2007).


 


También era menester sopesar bien qué podría decirse respecto del papel del Estado, así como evaluar opciones que sustituyesen la ley examinada, ya que oponerse a su promulgación no significaba necesariamente aprobar la práctica del infanticidio –en fidelidad a la queja de la mujer Yawanawa, ya mencionada. A pesar de los reclamos constantes de los indígenas al Estado por territorio, salud, educación, entre otros, y en vista de los enormes desequilibrios causados por su actuación colonial y disruptiva, no era deseable que el Estado se retirase dejando, por ejemplo, a los poderes internos dentro de las aldeas, en muchos casos inflacionados precisamente por su papel mediador entre la aldea y las instituciones estatales, controlar las decisiones sobre la costumbre. Por el contrario, el Estado tendría que transformar su papel y concentrarse en proteger y vigilar para que la deliberación interna pudiese ocurrir.


 


Esa era una entre tantas tareas de devolución que un Estado reparador debería tener a su cargo dentro de un proyecto nacional pluralista. Lo que en este caso tendría que ser restituido, concluí, era la capacidad de cada pueblo de deliberar internamente. Con la devolución de la justicia propia y la recomposición institucional que eso involucraba, sobrevendría naturalmente la devolución de la historia propia –pues deliberación es marcha, es movimiento de transformación en el tiempo. Con la devolución de la historia, las nociones de cultura (por la inercia que le es propia) y grupo étnico (que necesariamente refiere a un patrimonio cultural) perdían su centralidad y dejaban paso a otro discurso, cuyo sujeto era el pueblo, como sujeto colectivo de derechos y autor colectivo de una historia -aunque esta fuera narrada en   forma de mito, que no es otra cosa que un estilo diferente de decantación y condensación de la experiencia histórica acumulada por un pueblo. Muestro, a continuación, el resultado de estas ponderaciones.


 


5.                  Mi exposición en la Cámara de los Diputados: Que cada pueblo teja los hilos de su historia: En defensa de un Estado restituidor y garantista de la deliberación en foro étnico (leído en la Audiencia Pública realizada el 5 de septiembre de 2007 por la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de los Diputados sobre el Proyecto de Ley nº 1057 de 2007 del Diputado Henrique Afonso sobre la práctica del infanticidio en áreas indígenas)[11] (Mi traducción).


 


Excelentísimas señoras e señores Diputadas y Diputados, asesoras y asesores, y respetado público:


 


La escena del Estado y la escena del indio.


 


Es de la mano de dos escenas en manifiesto contraste que comienzo esta exposición. Dos escena

Fonte: Profa. Rita Segato
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